Midsommar
El terror que no llega
Por Erick Estrada
Cinegarage
Entremos por lo obvio. Midsommar no es (como algunos aventurados se han lanzado a decir ya) la primera película que prescinde de la noche para narrar su terror. De entrada El resplandor (Reino Unido-EUA, 1980) es un ejemplo mundialmente conocido y se le recuerda precisamente por prescindir de la oscuridad para elaborar en encuadres prístinos e iluminados su terrorífica descripción de hechos. Y de ahí podemos pasar por Holocasuto caníbal (Italia, 1980) y algunos capítulos de la hoy mundialmente famosa Eso (en sus dos capítulos, 2017 y 2019) y claro The Wicker Man (Reino Unido, 1973) esa obra maestra del terror bucólico dirigida por Robin Hardy y de la que Ari Aster pretende mamar. Eso sí, de entre las mencionadas Midsommar es sin duda la menos competente.
Más allá de incongruencias triviales como la periodicidad de la ceremonia pagana que Ari Aster va a mostrarnos en esta historia en la que pretendidamente plasma sus inquietudes sobre los temas que quiere que lo definan como autor (la familia, sus maldiciones, el duelo y las maneras de asimilarlo, el dolor y encima de todo ello siempre el destino), Midsommar se presenta tropezada y maliciosamente abierta evidenciando que si bien Aster sacudió con inteligencia a la fanaticada del terror con la muy precisa (de final flácido) Hereditary (EUA, 2018), ahora quiere sacudir la mesa para ver si las piezas se le acomodan mejor en otros años.
Lo eficaz de su película está en lo técnico. Nuevamente la fotografía es una lista de planos bien construidos y movimientos de cámara que si bien no son deslumbrantes sí danzan a la perfección con la información (poca) que sus personajes depositan en ellos. Esta danza sin embargo, no es lo suficientemente macabra como Aster quiere hacernos creer y es esa misma destreza técnica (depositada prácticamente toda en la fotografía de Pawel Pogorzelski) la que deja claros y sobre la mesa los enormes defectos argumentales de Midsommar.
Conoceremos a Dani, chica universitaria atrapada en el duelo provocado por el suicidio de su hermana bipolar que de paso asesinó a sus padres al decidir quitarse la vida, y que de manera prácticamente inexplicable decide aliviar, estudiar, procesar o negar ese duelo aceptando la no menos impertinente invitación de su opresivo y controlador casi ex novio Christian para viajar a Suecia en donde un amigo de ese novio, Josh, realizará su tesis sobre una ceremonia que la “familia” de otro amigo de la escuela, Pelle, realiza cada 90 años (menuda suerte) en el solsticio de verano, una familia que al mismo tiempo es una comuna que ellos mismos llaman “comunidad” y que huele a secta de aquí al Círculo Polar.
Muchas dianas a las que apuntar y la desgracia de Aster -autor también del guión- es no saber si necesita todas ellas (Pelle parece ir cada 365 días) y no acertar a construir una narración sólida (drama, comedia, terror o falso documental) con esos instrumentos. En su lugar, tenemos esos planos largos, abiertos, iluminados, vacíos de muchas cosas pero que una vez instalados nuestros aventureros en la villa hippie donde pasarán esos días, se llenan en segundos y terceros planos con danzas impertinentes a la mitad del día (estamos en el famoso Sol de Medianoche), con cocinas que sorpresivamente comienzan a trabajar, con actividades de una insolencia brutal que más que marcar la vida diaria de esta secta pagana (o su ceremonia) parecen querer llenar los huecos de lo que se nos cuenta a trompicones. El vacío y la amplitud de los encuadres de Midsommar son su principal cualidad pero también la señal de que la cinta carece de rumbo, de tino, de foco y que Aster dejará todo convenientemente abierto para que sean llenados por las especulaciones surgidas de la desorientación (obvia) de la misma fanaticada del terror que aplaudimos su primera película.
El resultado es una experiencia desajustada, inquietante no por lo que muestra sino por lo que deliberadamente nos pide ignorar: esos huecos. Y nos lo pide además con un cinismo atroz a través de sus personajes que igualmente ignoran todos los cohetazos que aparecen frente a sus narices, desde el oso enjaulado hasta al personaje asumido como oráculo por esta secta de veladoras y tés traslúcidos, al que se nos presenta sin darle después ninguna otra trascendencia.
Así como los personajes ignoran todas las señales de que algo realmente bizarro está por sucederles (y que honestamente tampoco lo es tanto) Aster parece decirnos que no nos fijemos en los volantazos de su historia: Dani de entrada no debería estar ahí; ¿en qué nos ayuda que Christian decida hacer su tesis también sobre la ceremonia?, sólo a creer que Christian debe seguir en la película; ¿Dani está ignorando o asimilando su duelo?, porque las apariciones alucinógenas de su madre no parecen encajar tampoco en el proceso.
Dos cierres. En primer lugar el supuesto tema del dolor y del duelo que en Hereditary se exploraba y procesaba, aquí se deja pasar, se muestra como presente pero no se le ejecuta. Va y viene sin importar en realidad (igual que no importa tampoco que la relación de Dani con Christian sea tóxica).
En segundo. Si al contrario de situaciones en películas de este tipo como Masacre en Texas (EUA, 1974) – ¿hay un Leatherface en Midsommar?- y la propia Holocausto caníbal Aster quiere romper las reglas de la anécdota de quien quiere escapar de ello pero no puede, ¿dónde está la contrapropuesta, el tornillo inquietante que establezca una situación distinta para los personajes y su circunstancia? Porque lo que recibimos a cambio son más planos abiertos, llenos de nada, de giros dramáticos solubles en agua, de poca sustancia (estamos ante una anécdota que se toma 140 minutos para terminar).
Por si ello fuera poco, el manejo del dolor que la película propone deja igualmente desequilibrado el punto de vista del director/guionista. Entre las costumbres de este grupo sectario (que tampoco está muy desvinculado del mundo, otro error que se concreta en la frase “aquí respetamos las reglas de tráfico”, dicha por alguien que recién ejecutó a martillazos a un viejito cantador) está la de aliviar (¿o callar?) al dolor con llantos y gritos comunales, con ritos grupales que sin embargo tampoco van a aterrizar como un ingrediente de la historia para aliviar las penas o como un signo que incomoda a quien nos cuenta todo. Entonces, ¿todo lo comunal es malo? El encuadre final de Dani no da respuesta, ella parece haber olvidado (no superado) sus penas sin necesidad de esforzarse mucho pues han sido los demás en la comuna quienes han decidido por ella. ¿Inquietante? No, previsible desde antes de que todos estos desafortunados muchachos se montarah en el avión a Suecia.
Para terror abierto, con pistas sobre las cuales danzar ahora sí macabramente revisen mejor In Fabric (Reino Unido, 2018), poema desorientador y ese sí perturbador de Peter Strickland.
CONOCE MÁS. Esta es la crítica de Erick Estrada a In Fabric, de Peter Strickland.
Midsommar
(EUA-Suecia-Hungría, 2019)
Dirige: Ari Aster
Actúan: Jack Reynor, Florence Pugh, William Jackson Harper, Ellora Torchia
Guion: Ari Alter
Fotografía: Pawel Pogorzelski
Duración: 147 minutos.