Festival de Cine de Morelia 2013-6

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Festival de Cine de Morelia 2013-6
De Ken Loach a Jodorowski
Por Erick Estrada (Enviado)
Cinegarage

Incluir The Spirit of ’45, el estupendo documental de Ken Loach, ha sido sin duda una de las mejores decisiones del Festival de Cine de Morelia. El documental no compite, no forma parte de ninguna selección especial. Simplemente se proyectó a manera de Estreno Internacional junto con otras películas que simplemente esperan su tiempo en pantalla.

Loach describe con su ya muy conocida velocidad y precisión en los detalles y en los datos, el proceso que vivió Inglaterra en general y la ciudad de Londres en particular una vez que el final de la Segunda Guerra Mundial se vislumbraba en el horizonte. La victoria de los Aliados era un hecho y Winston Churchill (la estrella de esta película) es retratado desde la visión de sus gobernados con materiales fotográficos y fílmicos que ellos mismos registraron y que son fruto de un extenso trabajo de investigación que los convierte en información invaluable en nuestros días.

The Spirit of ’45 comienza con un tono desenfadado e incluso divertido, pero pronto demuestra que más allá de querer explicar por qué el Primer Ministro artífice de la resistencia inglesa en su propio país perdió las elecciones de ese año, 1945, quiere hablar a través de ello de la situación económica y financiera de Inglaterra, la universal crisis del 2008 y la banca rota mundial que surgió de ella.

La ventaja es que ese mensaje es más que necesario pues las visiones de documentalistas de Estados Unidos ya son conocidas y las mexicanas no han aparecido aún. Son temas que se deben discutir, hablar, entender y si el Festival de Cine de Morelia nos deja hacerlo de la mano de uno de los directores británicos más importantes y sobresalientes, bandera mayor del realismo socialista, es de aplaudirse y celebrarse.

Esperemos que de verdad el documental llegue a las pantallas mexicanas.

Antes de ella pudimos revisar Somos Mari Pepa de Samuel Isamu Kishi Leopo, de la que repetiré lo que en este mismo espacio se dijo de ella en el Festival de Guanajuato:

La película rescata a su premiado cortometraje (Mari Pepa) para extender la historia de un grupo de cuatro amigos con la peor banda de punk en la historia que, al centrarnos en el guitarrista del grupo -un adolescente típico de la clase media mexicana que está “obligado” a vivir con su abuela- entrega un buen retrato, más fresco de lo que parece, del momento que es la adolescencia y de su encontronazo con el mundo al que todos los de esa edad entrarán eventualmente.

Kishi Leopo tiene un ojo hábil para registrar la interacción de este grupo de amigos y, aunque largos y monótonos, los capítulos de ensayo de la banda demuestran que tomando las cosas con calma se obtiene realismo y se deja al público entrar a la historia que se quiere contar. Kishi Leopo lo consigue pero, curiosamente, al dedicarse a contar la historia que le interesa, la película se siente dividida en dos tonos: el juvenil casi documental y el de un director lleno de memorias que quiere contar cómo su personaje central (que ha perdido su guitarra, que no se comunica con su padre pero que a su manera lo hace con su abuela, sin rumbo en la cabeza típica del adolescente) obtiene sus propios recuerdos.

La cinta funciona, se siente amable y deja ver incluso la enorme depresión en que vive una ciudad como Guadalajara, que paso a paso, error tras error, pierde encanto y sobre todo futuro. Eso sí, ello resulta el tema ideal para este pequeño viaje punk sin pretensiones. El problema es que, conforme el final se acerca, a veces uno cree que la cinta debió de tener algunas.

El otro inconveniente es que siendo tan fiel a la naturalidad, Somos Mari Pepa recoge tácitamente una actitud machista -extra a la inexperiencia juvenil que las provocaría pero nunca las justificaría- que ya no debería tener un toque de gracia y que -ahí confirmé mi teoría- hace reír a la gente en lugar de provocar alguna reflexión, por no hablar de que es el ingrediente principal de secuencias enteramente gratuitas, como la del puente.

La otra mexicana fue González una cinta contada por Christian Díaz con una estupenda cámara de Juan Pablo Ramírez Ibañez y que describe con eficientes situaciones cotidianas a un personaje en banca rota que poco a poco comienza a manifestar cierta oscuridad y retorcimientos. En su afán por conseguir dinero para pagar su cara televisión (quizá su posesión más apreciada), consigue empleo en el call center de una iglesia-empresa, de esas que se dedican a desfalcar gente, pedirles dinero y enrollarlos en pirámides que terminan por chuparles todo tipo de beneficios.

Desde ahí, González se convierte en una especie de mini thriller urbano que aunque nos deja jugar emocionalmente con su personaje (a veces se le desprecia profundamente, a veces se simpatiza con él en situaciones realmente extrañas) está más enfocado a describir lo maligno y desprovisto de ética que es el mundo de esas iglesias que prometen salvación a cambio de cheques.

A la mitad de su narración, González agrega además cierta intriga sobre el personaje que creíamos conocer al meterlo a veces al mundo de mentiras contagiosas en el que vive desde el call center hasta las falsas promesas, y sacarlo otras tantas para hacerlos destacar en lo que parece también un mundo zombificado del que muchos sacan ventaja.

El aplauso mayor, creo, se lo merece Carlos Bardem. Su interpretación inquieta, incomoda, tensa los nervios y sabemos desde un principio que no podemos confiar en él aunque González (el personaje) a veces nos obligue.

Go For Sisters fue la función siguiente, una mezcla entre cinta de acción de muy bajo presupuesto y un western desencantado que cuenta bien la historia de dos viejas amigas en búsqueda del hijo de una de ellas y que parece está enredado en problemas de drogas y braceros.

Sabemos de sobra las capacidades narrativas de Sayles pero también sus deficiencias. La ventaja es que en Go For Sisters Sayles cuenta bien el camino que emprenderán al lado de un mercenario en sus últimos días (estupendo Edward James Olmos) que las ayudará en la búsqueda: del Valle de San Fernando (al norte de Los Angeles) a Tijuana, luego a Mexicali y finalmente a Caléxico.

Vista así la película podría formar parte de sub géneros demasiado conocidos y, sin duda, cuenta con la influencia de ellos: las buddie movies, las parejas disparejas de policías, el road movie y, lo dije ya, el western. La ventaja y es quizá donde la película  adquiere frescura y poder, es que una de las amigas es oficial de policía pero nunca ha estado en investigaciones criminales y menos aún ha abandonado su escritorio; la otra es adicta a la heroína y en libertad bajo palabra (lo que le impediría no solamente involucrarse con narcos sino abandonar el Valle de San Fernando) y ese extraño policía en el retiro, hundido en la pobreza (cobra este “caso” para no perder su casa), está además perdiendo la vista poco a poco.

Grandes diálogos, muy buenas situaciones, Edward James Olmos hablando en español (a pesar de un final extremadamente simple) hacen de Go For Sisters una película que dice más de las fronteras y de la migración que muchas otras que incluso lucran con los temas. La frase favorita de la cinta: “Las fronteras se quedan siempre con lo peor de ambos lados. Esto es TJ”.

Pudimos revisar Elevador antes de entrar a la función de Jodorowski. El documental dirigido por Adrián Ortíz Maciel se centra en la vida dentro de los elevadors del Complejo Urbano Miguel Alemán de la Ciudad de México, diseñado por Mario Pani y que en su momento representó un avance en la idea que se tenía sobre las ciudades y la vida en ellas.

La idea es realmente fenomenal: dejar que el Complejo hable a través de las pequeñas pero constantes pláticas de los vecinos con los operadores de los elevadores. Buena idea visual y momentos invaluables en las confesiones de los operadores. Sin embargo, Ortíz Maciel deja pasar tres temas que se le presentan en la cara y al no desarrollarlos (y enamorarse de los discursos de sus entrevistados) no concluye ninguno de ellos: la idea de la vejez tanto del conjunto de edificios como de sus habitantes, que adquirieron sus departamentos en los años cincuenta; el descuido en el que se encuentran los edificios y el desinterés de varios vecinos; el lado de lector psicológico (como los buenos cantineros) que ejercitan los famosos operadores.

Sin querer menospreciar el buen trabajo de Elevador, a esos detalles hay que agregar que visualmente el documental desaprovecha mucho tanto de la arquitectura como del descuido del Complejo Miguel Alemán.

El cierre fue de Jodorowski. Después de un hang out virtual coordinado por Google+ en el que en el mejor momento interactuó con aproximadamente 1000 personas que se ganaron a través de una trivia la oportunidad de hacerle una pregunta, y después de una Clase Magistral en el Teatro Morelos ante 1700 personas más 200 que dieron portazo como si de un concierto de heavy metal en los setenta se tratara, Jodorowski caminó a alfombra roja de Morelia para presentar su película más reciente: La danza de la realidad.

Es difícil hablar de una película de Jodorowski pues en sentido estricto lo que hace no es en realidad cine, sino experimentos emocionales y psicológicos que involucran teatro, performance, drama y espiritismo. La danza de la realidad cumple con ello al describir desde un muy personal punto de vista la vida infantil del propio Alejandro, sus memorias, los desencuentros con la rigidez de su padre y los momentos cálidos, muy cargados hacia lo edípico, vividos ante su madre (retratada aquí, para subrayar esa calidez, como una robusta mujer rusa que canta en lugar de hablar), los “ilustradores” viajes de su padre y el crecimiento que a él le representó tanto lo crudo como lo luminoso de su vida en Chile.

Aquellos que tengan en su memoria cinematográfica a Santa sangre (México-Italia, 1989) sepan desde ahora que ni lo urbanamente místico ni lo denso de la narración están presentes aquí. Los que sean más devotos de la Montaña sagrada (México-EUA, 1973) deberán atarse a esas memorias pues, desgraciadamente, la actitud desfachatada, la burla a un sistema obsoleto, el uso de la comedia impactante como arma de denuncia social y cultural, no se encuentran por ningún lado en La danza de la realidad. Los que prefieren al El topo (México, 1970) encontrarán varias imágenes conocidas, un viaje familiar muy parecido (si no es que trágicamemente, de la mejor manera, invertido), y varios encuadres realmente deslumbrantes como en aquél extraño western.

Las películas de Jodorowski cuentan, eso sí, con planos y encuadres muy bien armados, a veces clavados en la simetría, otras aduladores de los colores y de los constrates, mucho sentimiento feliniano y estupendo sentido estético. Eso nunca lo vamos a negar. La danza de la realidad navega esos mismo mares y, creo, es su única virtud.

Detrás de ello la película se enreda en virtuosismos narrativos que se acercan más al viaje astral que a la sanación de dolores (creo que es una película en la que Jodorowski expía muchas de las heridas de su niñez), rebusca demasiado en sus metáforas (la madre cantante, el niño “mascota” de la estación de bomberos) y obliga a entrar (en una narración de más de dos horas) a un circo monumental de sin sentidos que, claro, lo son para nosotros, pero no para su creador, un Alejandro Jodorowski que nunca ha hecho cine para los demás sino para él mismo.

Sumando esos aspectos la película es una gigantesca lápida de sobreactuaciones y momentos que van del absurdo jodorowskiano al humor involuntario, de personajes desprovistos de matices a evocaciones falsamente iluminadas, estruendosamente escurridizas.

Eso sí, si alguno de los que leen entiende y sigue los preceptos de la psicomagia y la filosofía de Jodorowski encontrarán una serie ilimitada de claves, pistas, guiños y consejos que en las dos horas que muchos padecemos, fabricarán una experiencia digna justo de eso, del mundo de Alejandro Jodorowski.

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