Festival de Cine de Morelia 2013-2

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Festival de Cine de Morelia 2013-2
El banquetazo
Por Erick Estrada (enviado)
Cinegarage

Esta segunda jornada (aunque primera en sentido estricto) siempre sirve para reconocer rostros y recordar el camino que se ha recorrido en otras ediciones y que habrá de caminarse de nuevo. Sin embargo, la sesión de casi 9 horas que obtuvimos los cinéfilos en la Sala 1 de Cinépolis Centro en Morelia no puede describirse de otra forma sino como un verdadero banquete. Agregaré solamente que probablemente en niguna de mis visitas anteriores había pasado todo el día (esta vez de 8:30 horas a 23:00 horas) en la misma sala del Festival de Morelia.

Todo comenzó con la proyección de Manto acuífero, de Michael Rowe, una extraña historia contada (de manera muy acertada) desde el punto de vista más frágil: el de la hija de un matrimonio reconstruido a partir de su propia madre y de su nuevo esposo. Rowe regresa a ese tono seco y árido (a pesar de que su historia ocurre en una casa privinciana rodeada de lo que parece más un bosque que un jardín) que tan buenos resultados le dio en Año bisiesto (México, 2010) para contar los pesares dentro de la cabeza de esta niña, atrapada entre su antigua y hoy resquebrajada familia, la Ciudad de México y una provincia completamente diferente; entre una figura paterna desaparecida y otra a la que tiene que aceptar más forzada que convencidamente.

Lo interesante de la película no está siquiera en su estupenda fotografía, en esos planos que nos sacan de foco a todos los personajes (adultos) y entrega a la pequeña Carolina (la estrella del relato) perfectamente enfocada, resaltándola y otorgándole el protagonismo que sus escasos diálogos quizá le habrían restado. Tampoco está en la probable lectura política de la película: es de manera muy disfrazada una historia de usurpación de poderes, una figura de liderazgo que toma por asalto el lugar de otra pero que en consecuencia se siente débil ante lo inoportuno del cambio. Lo más valioso de la película tampoco está en la continuación de la lista de familias rotas retratadas en el cine nacional (un tema que debe analizarse).

Lo mejor de Manto acuífero es la sorpresa final que, uniendo todo lo que se dijo antes, destaca sin obviedades a un personaje infantil contrariado, rebelde sin escándalos pero que refleja por completo la sensación de descontrol en la que vive la sociedad mexicana, sin líderes reales, en medio de conflictos que nunca debieron ocurrir y a la espera del surgimiento de algo oculto (en las fotos del padre que se esconden debajo de la cama; la presencia “amenazante” dentro de un pozo) que unos ven como un monstruo y otros, Carolina entre ellos, como el regreso a la calma de lo conocido, de lo familiar, pero no por ello menos violento.

Después se pudo revisar Paraíso de Mariana Chenillo (Cinco días sin Nora, México, 2008), el bache de la jornada.

Al contar la historia de una pareja de gratos personajes que tienen que mudarse de los fallidos suburbios de la Ciudad de México (una Ciudad Satélite que nunca cumplió su promesa en cuanto a calidad de vida) y que se enfrentan a conflictos personales ejemplificados en el choque que sufren entre el estilo de vida en el Estado de México y la Ciudad de México, Chenillo (autora del guión) cae en varios errores.

El primero es una premeditada y groseramente evidente intención de hacernos creer –gratuitamente- que en esa mudanza los personajes no pierden solamente su esperanza en el futuro sino todo su pasado como personas. En pocas palabras, que la gente que no vive en la Ciudad de México es siempre más feliz que quienes lo hacen.

El segundo error deriva del primero pues el conflicto (y la solución del mismo) parte de esa suposición: los personajes se separan y sufren al entrar al patrón de vida de una ciudad que no es la suya y, en consecuencia, la salida será el regreso a los terrenos que los vieron crecer, una Ciudad Satélite que en un émulo al paisaje de toda ciudad cosmopolita del mundo, presenta a las famosas Torres de Goeritz y Barragán en imposiciones digitales omnipresentes cada vez que Chenillo se refiere a esos terrenos.

El grave error no es siquiera la falta de ritmo en la segunda parte (atorada desde que el “conflicto” estalla) y que a su vez surge de la pérdida de la brújula en la historia. Tampoco es el ensañamiento con su personaje femenino, atrapada entre la nostalgia de sus vicios y su incapacidad para retomar el rumbo. Evitemos hablar de que la anécdota se alarga por ello con situaciones gratuitas (el fallido encuentro sexual que además traiciona la suposición de la felicidad sólo fuera de la ciudad).

Su error más grave es volverse predecible desde el comienzo, en el que la canción de Alaska y Dinarama, “Ni tú ni nadie” se convierte en la protagonista involuntaria de las secuencias de presentación. Quien conozca la letra sabe ya el planteamiento, el desarrollo y el final de esta película.

La comida fue una grata pero fugaz plática con varios de los invitados presentes en el Festival pues había que correr a ver La vie d’ Adele de Abdellatif Kechiche, cinta ganadora de la Palma de Oro en el pasado Festival de Cine de Cannes.

Con la proyección de esta película comenzó el maratón de 9 horas de la primera jornada pues Kechiche se toma todo el tiempo del mundo para narrar el surgimiento y posible catástrofe sentimental de una pareja de jóvenes que, me atrevo a decir, solamente y de manera casual resultan ser lesbianas.

Kechiche nos embarca en un viaje sensual y sensorial soportado casi exclusivamente en close ups que, si bien reducen el margen del discurso, aquí sí son usados hábilmente para introducirnos en un estado en el que la razón deja de gobernarnos y los sentidos manejan el discurso.

Lo suyo es sí una historia de amor de dos chicas, pero es sobre todo un viaje por las facciones de su personaje central, Adele (Adèle Exarchopoulos), de rostro angelical y sonrisa irresistible, de sus gustos y sus disgustos; es una exploración por la “misteriosa debilidad del rostro humano” como dijo Sartre, citado con esa frase en la película; es una travesía por las diferencias de enfoque, de raza, de miradas y de gestos en un afán más de marcaje de esas diferencias que de fraterno aglomeramiento, todo en el retrato de las caras.

Es decir, Kechiche quiere que nos enamoremos de Adele, nos sumerge en el trance de sus bellísimos close ups, nos adentra en la vida sexual de esta pareja con escenas de sexo muy cercanas a los explícito (esas en no menos elegantes long shots) pero también largas en su duración: sin hombres en la cama y sin Hollywood a la vista, el sexo femenino se descubre y se destapa y se prolonga en la negación del orgasmo masculino y en el disfrute del femenino.

Y sin embargo, probablemente el mayor acierto de este discurso en primeros planos sea que tampoco quiere ser pro gay, ni pro hetero (Adele sufre algunos encuentros que la convertirían en bisexual); no es pro tolerancia y ni siquiera es pro inclusión. Se trata, muy en la idea de la Nueva Ola, pro Adele, a favor de los close ups exclusivos del lenguaje del cine que revelan su rostro, sus sonrisas, sus lágrimas y sus decepciones. La película está dedicada al personaje y aunque lo maltrata, el regalo plenamente cinematográfico es al ojo de quienes ven la película.

Lo que siguió fueron más regalos visuales pues los encuadres de los hermanos Coen en Inside Llewyn Davis son sencillamemente espectaculares. La cinta, una especie de pesadilla en repetición de un cantante folk en el Nueva York de los años 60, cuenta con atmósferas gélidas y una carencia de vivacidad en los colores que reflejan la sequía no solamente económica del trovador, sino la falta de esperanza en que se ve él mismo.

Los Coen atrapan al Llewyn Davis del título en su propia desgracia. Con un acertado uso de imágenes y símbolos lo igualan en su narración a un gato callejero: igual a todos y falto de futuro. Lo enfrentran a todo tipo de malignos seres que lo desprecian por ser quien es y lo obligan a transitar una Odisea sin rumbo (de hecho el gato que lo acompaña se llama Ulises) que es retratada magníficamente con un tono entre la pesadilla sin salida y el desencanto contenido y falto de rabia de la música folk, presente en toda la cinta de manera tácita y explícita: el título de la película es el mismo del disco de este cantante y, en consecuencia, la película es también una especie de sesión de escucha de su creación y de sus lamentos.
Todo un logro.

El remate en esa sala no pudo ser mejor. Woody Allen se hizo presente en una forma que le extrañábamos con Blue Jasmine, una muy cruel comedia muy metida en las narraciones psicóticas y enfermizas del Allen más poderoso, en la que se cuenta la historia de Jasmine, una exitosa pero fraudulenta mujer venida a menos y a la que Allen enfrenta a su hermana, una mujer trabajadora de clase media que nunca ha destacado en la vida.

La película se presta a múltiples interpretaciones. Allen hace circular su historia con una de las hermanas siendo rubia y la otra morena (truco que ha explotado mucho recientemente). A partir de ahí construye también una metáfora de los peores Estados Unidos, los de la especulación y el robo financiero, los del desfalco y el engaño, los que se rehusaron siempre a trabajar, que ahora tienen que verle la cara al otro país, el de los trabajos manuales y pesados, el de la producción que, gracias a los trucos sucios de aquellos, ahora se encuentra atrapado en la encrucijada de la crisis y la recesión. Jasmine termina viviendo con su hermana y se muda del glamoroso Nueva York al desenfadado San Francisco.

Y sin embargo, el discurso no se queda ahí. Manipulando, destrozando y destazando a su personaje principal (la Jasmine del título y una impresionante Cate Blanchett), Allen nada como nunca en una comedia que se levanta a partir de los trozos que esta mujer va dejando de sí misma en la alfombra: su autoengaño, su incapacidad de reacción, su embelesamiento prácticamente enfermizo ante todo aquello que ella considere glamoroso. Ahí, de nuevo, el empate con la metáfora política es no solamente oportuno sino acertado pues, para variar, Allen se ensaña con su personaje sabiendo que muy probablemente nunca saldrá del hoyo en el que él mismo se metió. La crisis que retrata más allá de ser financiera, es moral.

Lo mejor: en Blue Jasmine hay espacio para la sorpresa, para la comedia negra, para el ataque a las instituciones y, sobre todo, para provocar que quienes vean la película reciban una dosis de estrés y angustia en medio de risas nerviosas y no menos dolorosas. El mejor Allen en muchos años.

Habrá más mañana, comenzando con las funciones de media noche de Machete Kills.

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